La quimera
Escuché el otro día a Jonás Trueba contar la anécdota de cuando Danny DeVito estuvo en Madrid hace años promocionando una película. Cuando le preguntaron si le había gustado la ciudad, asombrado ante la cantidad de grúas y socavones que observó mientras la recorría, respondió: la ciudad es fantástica, pero espero que algún día encuentren el tesoro que andan buscando. Me hizo mucha gracia y me acordé ayer regresando a casa atravesando el galimatías de mi calle.
Volvía de ver La quimera, donde Alice Rohrwacher cuenta la historia de una pandilla de tombaroli, saqueadores de tumbas, que se dedican a expoliar tesoros ocultos de los etruscos, la civilización en la que nadie creía que la muerte fuera el final de nada. El protagonista, un tipo melancólico y desgarbado llamado Arthur, posee un don que es a la vez su castigo. Tiene la capacidad de percibir los vacíos del subsuelo donde buscar las piezas pero a medida que lo hace su mundo se acerca a la demolición. La película navega entre el universo de los vivos y los muertos, entre la realidad y los recuerdos, hasta aproximarse a su literal definición: aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo. En un momento de la peli el revisor despierta a Arthur: “¿Estaba usted soñando? Pues lo siento, ya nunca sabrá cómo va a terminar. El billete, por favor.”
Pienso que eso es un poco Madrid en septiembre: revisores por todas partes recordándote que toca volver porque nadie va a esperar por ti. El mar regresa a los vasos de ginebra y la vida es un metro a punto de partir. No sabemos cómo terminará todo pero nos quedan las noches y el cine. Y que, con suerte, los tesoros no se escondan bajo ningún socavón.