Me saltó una canción de Nelly Furtado en Spotify y se abrió una compuerta en mi memoria. Aquellos veranos mi primo Borja y yo los pasábamos inventándonos vidas a través del fútbol. Era divertido, lo sentíamos bajo el mismo prisma, pero desde una óptica radical y cordialmente diferente que obedecía a nuestros corazones culé y merengue, y que solo se ponían de acuerdo animando a la selección en Mundiales y Eurocopas. Jugábamos partidos en el jardín y en el PC Fútbol, interrumpidos por nuestras madres recordándonos que teníamos que comer y también, tal vez, ducharnos. Quizás el de 2004 fue el último antes de que la adolescencia entrara de lleno en nuestra vida. Pero la Eurocopa de aquel verano empezó un poco antes. Cada año solía venir a Castrelo unos días su abuelo paterno, un hombre inteligentísimo de gran carisma, algo que pude corroborar cada vez que estuve con él. Hablaba con una firmeza que impresionaba, tenía un vocabulario rico y preciso. Fue uno de los primeros ingenieros de caminos que hubo en España, seguía estudiando nuevos idiomas a sus ochenta y pico. Vivía en Madrid y estaba ya viudo. Aquella noche de 2003 hubo un España-Grecia de clasificación que vimos todos en casa de Borja. A veces mi memoria recuerda cosas extrañas. Fue un partido espeso que España perdió 0-1. La prensa afrontó aquella derrota como un desastre nacional, pues los helenos eran vistos como un rival de poca monta. Nadie sospechaba aún la machada que realizarían justo un año después. Recuerdo de aquel partido los comentarios de su abuelo ante cada ataque infructuoso de los Raúl, Baraja, Etxeberría y compañía. Maldecía con ocurrencias divertidísimas cada error, solicitaba con elegancia que cambiaran de vocación y, en los fallos más groseros, pedía incluso unos días de privación de libertad para ellos. Todos reíamos. Borja y yo dejamos de ver el partido para observarlo a él. Aquella derrota obligó a España a clasificarse al torneo continental, que se iba a celebrar en Portugal un año después, a través de una repesca frente a Noruega.
Y, ya en la Eurocopa, pasó un poco lo de siempre. Caímos en fase de grupos, en parte culpa precisamente de un empate contra Grecia en Oporto. Ese partido fui a verlo con mi padre. Consiguió entradas a última hora y fuimos la misma tarde desde Ourense. A la vuelta puso un disco de Sabina y escuché por primera vez Peces de ciudad. A veces mi memoria recuerda cosas extrañas.
Aquel torneo lo acabó ganando Grecia, en una de las mayores sorpresas de la historia del fútbol. A base de una fe indestructible en su sistema defensivo honró a sus espartanos de las Termópilas y fue eliminando por el camino a un favorito tras otro. España, Francia, Chequia fueron cayendo en su trampa y, finalmente, también Portugal, en el duelo decisivo. Recuerdo en aquel momento no recibir la victoria con un exceso de alegría, debido al fútbol granítico y poco vistoso que desplegaban. Por suerte, el tiempo me ha hecho cambiar la mirada. Nada me gusta más del fútbol que las victorias inesperadas, que los triunfos con los que nadie cuenta. De equipos acostumbrados a perder hasta que un día, en un giro de guion, alcanzan la gloria. Aquella Grecia lo consiguió y pasó a la historia. Desde entonces, ningún otro país fuera de los denominados grandes lo ha vuelto a conseguir.
Pero no es aquí donde quiero terminar el artículo. Me doy cuenta mientras tecleo estas palabras que no era de la Eurocopa, ni siquiera de fútbol, de lo que quería escribir. Tiempo después, en 2007, Borja se fue a estudiar a Madrid. Se instaló en casa de su abuelo, en Majadahonda. Iba a hacer la misma carrera que él, Ingeniería de Caminos, Puertos y Canales. También es la de mi padre. Iba a clase, estudiaba, volvía a casa y cenaba con su abuelo. Los findes sí bajaba a Madrid y salía, pero el resto del tiempo lo pasaba con él. Una rutina algo diferente de la que teníamos el resto de foráneos que nos repartíamos por los colegios mayores de Metropolitano exprimiendo al máximo nuestra juventud. Cada 15 días quedábamos a comer en el Gino’s y nos poníamos al día. A la temática futbolera de nuestros debates de la infancia se unían ahora conversaciones sobre chicas, sobre música, sobre fiestas en Madrid. Sobre la carrera. Sobre su abuelo, sus ocurrencias y sus consejos. Fue un gran apoyo para él esos años mientras estudiaba.
Hace poco tiempo, escuché a su padre hablando de aquella época.
“Que Borja fuera a vivir con él le regaló años de vida, sin duda. Le dio alegría, ganas de seguir. Si no, es posible que no hubiese aguantado tanto”
En otoño de 2014 Borja se fue de intercambio a Chile y dejó Madrid tras siete años. A lo largo de ese curso su abuelo fue empeorando, y falleció finalmente en abril de 2015.
El amor no es solamente que ayude a vivir, es que, a veces, directamente da la vida. Y por el camino te hace alguien más completo, más virtuoso. Alguien mejor.
Lo sabían los filósofos griegos a los que homenajearon un par de milenios después Charisteas, Tsartas y compañía en aquella Eurocopa de 2004.
Lo sabía su abuelo, que disfrutó del mayor regalo posible: tiempo de verdad con su nieto.
Y lo sabe Borja, que en unos meses será padre y podrá contarle todo esto a su hijo.
Y si no, se lo contaré yo. Porque a veces mi memoria recuerda cosas extrañas.
Escribo con lagrimilla en el ojo. Gracias por recordarnos aquellos tiempos de forma tan bonita
Precioso. A ver cuándo tenemos la suerte de leer algo sobre ti 🤍